MEDARDO ROSSO

El estilo abocetado e inacabado característico del impresionismo se utiliza también en la escultura de finales del S. XIX en autores como Rodín, Degas o Medardo Rosso. Éste último es un escultor «maldito» pues, como muchos artistas de su época no fue aceptado ya que se salía de las normas establecidas por las Academias de Bellas Artes.Medardo Rosso trabaja no sólo con ese estilo intencionadamente inacabado en lo referente a las formas sino también en los mismo materiales que utiliza (generalmente cera o yeso) que eran, hasta entonces, los materiales propios del boceto y nunca de la obra terminada: pocas de sus obras fueron pasadas a mármol o fundidas en metal.Después de la revolución del arte con las vanguardias artísticas del S. XX se ha recuperado la memoria de este escultor y se comienza a valorar su obra un siglo después de su realización.

MEDARDO ROSSO.

Entre 1890 y 1910 el escultor italiano Medardo Rosso gozó de un éxito europeo sólo sobrepasado por el de Rodin, pero cayó en la oscuridad antes de 1914, año en que sus obras fueron auspiciadas por el gobierno de su país en la Bienal de Venecia. Ya que su arte se había considerado como un epítome del impresionismo en escultura, cosa que fue y no fue, compartió las varias suertes del impresionismo pictó­rico entre las dos guerras mundiales. La reciente renovación del interés por la naturaleza de las materias primas y de sus cualidades expresivas ha prestado a la obra de Rosso una más justa y tolerante atención. Su importancia histórica apoya, y no sólo justifica, el carácter extraordinariamente original de su escultura.Rosso fue casi autodidacta. Después de unos pocos meses en la Academia de Milán en 1883, fue despedido cuando pidió una enseñanza más liberal en anatomía y en el estudio del desnudo. Al año siguiente fue a París, donde trabajó en el estudio de Dalou y conoció a Rodin. Desde el principio llamó la atención con sus escenas de género, sus cabezas y sus retratos expuestos en el Salón y en la Exposición Universal de 1889. Clémenceau admiraba su obra; Zola compró una estatuilla; Henri Rouart, el amigo de Degas, le encargó su retrato; y Rodin le ofreció intercambiar obras con él. Incluso se rumoreó que Rodin se sintió molesto por su popularidad y no enteramente inmune a su influencia.El italiano había llegado a París en el momento oportuno. El público no entendía todavía los progresistas experimentos de los mayores impresionistas, pero estaba dispuesto a aceptar las técnicas impresionistas a condición de que los temas así tratados fueran familiares y comprensibles. Los temas de Rosso eran lugares comunes del arte anecdótico, pero su manera de tratarlos y sus teorías sobre la escultura eran más atrevidas que ninguna de las intentadas por Rodin. Era, antes que nada, un modelador y sus primeros bronces, a pesar de sus aspectos sentimentales, mostraban su habilidad para captar con un toque de dedos, el efecto de la luz cayendo, penetrando y disolviendo las sustancias sólidas de la naturaleza. Su Bersagliere con su novia de 1882, difiere poco de una figurita comercial de entonces, con la excepción de que es sorprendentemente pictórica. Su tema es, en realidad, la luz, emanando de una farola imaginaria sobre las figuras. Al caer quiebra y absorbe todos los detalles individuales hasta que de las figuras sólo quedan las masas principales, tal como podrían verse súbitamente entre las sombras. El ojo tiene que reconstruir la acción de un hombre hurtando un beso a una muchacha, a través de la ausencia y de la acentuación de la luz que cae sobre las superficies ásperas.

Rosso llevó esa desintegración de la forma aún más lejos en su Impresión en un omnibus, de 1884, grupo de cinco medio figuras surgiendo de una masa indefinida de barro. Eran retratos de cinco personas, hombres y mujeres, que veía en el autobus al ir a su estudio cada día, y a los que persuadió a posar. La obra, desgraciada­mente destruida en vida de Rosso, sólo se puede estudiar por sus propias fotografías, donde podemos ver que su intención era reproducir en sólidos materiales escultóricos una fugitiva impresión de la realidad. Más tarde, en París, declaró que para él, la pintura y la escultura no eran dos artes distintas, que el arte mismo era indivisible y que los medios eran menos importantes que la evocación de la naturaleza y de la humanidad. Semejante concepción encarna la conocida doctrina baudelairiana de la unidad y de la intercambialidad de la experiencia sensorial, y por ello, artística, doctrina singularmente inapropiada, podría pensarse, para la expresión escultórica, puesto que en su estricta aplicación requeriría, como lo esperaba Rosso, justamente la supresión de aquellos elementos, las materias tangibles y el espacio palpable, que distinguen la escultura de las otras formas de arte. Rosso insistía en que la materia debería subordinarse a la expre­sión. “El escultor debe, mediante un résumé de las impresiones recibidas, comunicar todo lo que ha sacudido su propia sensibilidad a fin de que los que miren su obra experimenten completamente la emoción que lo conmovió cuando estudiaba la naturaleza.” Creía también que la escultura no era ni siquiera tridimensional en esencia. “Nadie anda alrededor de una estatua como nadie anda alrededor de una pintura, porque nadie anda alrededor de una forma para adquirir una impresión de ésta. Nada en el espacio es material”.Esta estética curiosamente escultórica puede ser hoy entendida como el modo con el que Rosso rechaza la tradición italiana, que consideraba un estorbo a la expresión de la realidad. En vez de la plasticidad tridimensional de la escultura antigua o renacentista, marcada por el tema idealista e idealizado, Rosso destacaba el derecho del escultor a consultar su propia experiencia del presente inmediato con toda la frescura de visión que la teoría y práctica del impresionismo había liberado en la pintura. Su Conversación en un jardín, de 1893, lleva aún más lejos que la Impresión en un omnibus esa investigación de la óptica escultórica del momento pasajero, pero ahora dentro de una situación psicológica más compleja. Aquí el escultor mismo está conversando con dos mujeres sentadas que parecen darle la espalda. La situación no es sólo real, sino también enteramente transitoria. Apenas pasados unos instantes los personajes habrán cambiado de posición y la conversación será otra, y esa “impresión” de la experiencia no será más que el registro de un acontecimiento. No existía ningún precedente en la historia de la escultura, antigua o moderna, para un motivo escultórico tan restringido, tan exclusivamente visual, y, aún podría pensarse, tan trivial. Pero justo cuando, o tendríamos que decir donde, las imágenes están a punto de disolverse en la materia, la materia, quizá en contra de la voluntad del escultor, recobra su importancia como sustancia de la obra, sin la cual ninguna forma, rostro o “impresión” podría existir. El predominio de la materia suscita buena parte de la fascinación de Madame X, de 1896, donde la cera es la sustancia perfecta para la expresión elusiva. Es por una obra como ésa por lo que Rosso tiene un sitio entre los primeros maestros del arte moderno, Su insistencia sobre la validez de la experiencia ordinaria, por transitoria que sea, era otro ataque, afortunado a veces, contra el formalismo debilitado de la escultura académica de moda. Su descubrimiento de que incluso el acontecimiento más vulgar pudiera ser rico en matices psicológicos que podían ser expresados gracias al ir y venir de la luz, se convirtió en fuente de inspiración para los Futuristas italianos y en elemento importante en su concepción del dinamismo implícito en la vida moderna. El mejor escultor futurista, Umberto Boccioni, reconoció su deuda para con Rosso, cuando en 1912, en su manifiesto sobre la escultura futurista, decía de él que era “el único gran escultor moderno que había intentado abrir un campo más amplio para la escultura, al expresar plásticamente la influencia de un ambiente y los vínculos atmosféricos que enlazan al modelo”. Si la línea de sucesión desde Impresión en un omnibus de Rosso hasta la pintura de Carlo Carrá, Lo que el tranvía me enseñó (1911) es directa, puede pensarse también que Los estados de espíritu (1911), de Boccioni, deben mucho a la revelación de Rosso de las circunstancias tanto psicológicas como físicas en que son observados los objetos y ocurren los acontecimientos.Cuantativamente la obra de Rosso no cuenta ante la de Rodin, pero era más moderna por lo que respecta a la revelación del carácter esencial de la experiencia del momento, sin recurrir al simbolismo convencional. Aunque existieran pocas obras individuales sueltas, se las fue conociendo poco a poco a través de las numerosas réplicas de yeso, bronce y cera. Gracias a la generosidad del hijo del escultor, muchas de ellas se conservan, junto con sus dibujos, en el Museo Medardo Rosso, en Barzio, Italia.G. Heard Hamilton.- Pintura y escultura en Europa: 1880-1940.-
Ed. Cátedra. Madrid 1983. Págs. 73-76

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